CAPITULO 9º

Acercándose al fondo de la sala de recepción, y tras el exhaustivo control de maletas y demás pertenencias llevado a cabo por los agentes de inspección de aduanas, todos los pasajeros que son autorizados pasan, nuevamente, a ser examinados por otro personal de aduanas que coteja sus rostros con las fotografías de las acreditaciones o con los pasaportes que llevan en sus manos y lo van haciendo justo antes de permitirles la entrada a un pequeño recinto. Allí mismo, cruzando una contrapuerta de gran tamaño, se accede al interior de un breve pasillo, algo estrecho, con flechas que indican tan solo en una dirección. Dicho paso, proporciona una salida al exterior del edificio portuario y una vez atravesado, coloca a todos los pasajeros que van a tomar un barco frente a una parte del muelle limitada, acotada por cercas y señales asistidas por letreros, rotulados con letra notable, colgados sucesivamente en los frontales de las barreras metálicas y que indican a los viajeros transitorios un camino a seguir. El área en la que se hallan se adivina, por su frenética actividad, que es la zona de carga portuaria. Desde ese emplazamiento, pese a que hay una ligera separación hacia donde se están produciendo las labores habituales de un puerto de mar, se alcanza a ver a unos obreros trabajando ajetreados cerca de un carguero mercante preparado y dispuesto para el transporte de ultramar. De la misma forma, en la cubierta del propio mercante se consigue distinguir a unos tripulantes que tratan de estibar con grandes esfuerzos una carga. También, un poco más lejos, se atisba un camión con su conductor al volante que esta descargando y dejando carretadas de carbón por encima de una lona al borde de un inmenso carbonero y mucho más cerca, de todos ellos, se encuentran mercancías apiladas, montadas y orientadas sobre unas gruesas redes arregladas para ser izadas por una gran grúa

El clan familiar camina lentamente junto al resto de pasajeros, unos detrás de otros; todos van contemplando con fascinación y curiosidad el trajín, el esforzado movimiento de maquinistas y de empleados del puerto y que de repente, después de tanta espera en la sala, se les ha presentado ante la visual de todos ellos como un gran espectáculo ocupando, ahora, toda su atención haciéndoles olvidar las pesadas e incomodas horas transcurridas en el interior del recinto. Aunque todo cuanto están viendo no tiene nada de extraordinario porque, al fin y al cabo, no es más que la estampa de la actividad diaria en un puerto construido para barcos de gran tonelaje. Aún así, los pasajeros marchan lentamente, casi en fila india, camino del embarcadero donde se encuentra atracado el transatlántico que van a tomar y mientras lo hacen no dejan de mirar embobados, ensimismados y con asombro, pese a que sus equipajes ya les empiezan a pesar en sus manos. Algunos, incluso mientras caminan, van apuntando con un dedo, señalando, las estructuras firmes de diversos puntales y otros se paran por un instante para observar con suma atención las dificultosas maniobras que realiza una pluma de carga que por medio de cables que cuelgan de un cabrestante trata de elevar un contenedor de gran dimensión para luego colocarlo sobre la cubierta de un mercante. Por su capacidad para entender lo que están divisando, el padre va explicando a los niños, para que se familiaricen con ciertas palabras, las actividades de lo que sucesivamente se ve a su paso mientras caminan y así, les habla concretando, distinguiendo por sus nombres a los trabajadores: – Veis esos, son estibadores que están procurando distribuir el peso de babor a estribor en los barcos mercantes y todos los contenedores que se ven alineados en el muelle esperan para ser ubicados de igual modo en las cubiertas de los mismos –mientras lo dice, sonríe al ver el interés en la cara de los niños-.

Todo este gentío de personal va y viene, tanto en los navíos de carga como al pie de muelle y los operarios realizan los trabajos de cargar y descargar por todo el puerto sin prestar más atención que a la propia labor que, forzosamente, debe hacerse en cadena, quizás a contrarreloj, debido a la amenaza de tormenta que se adivina cercana, ya que, de vez en cuando, el cielo se ilumina con el fulgor de un rayo y que, tras un lejano estruendo, vuelve al cabo de un momento a aplicar otra descarga de luz y trueno. A lo lejos de la vía cercada que están recorriendo por el puerto, al fondo se divisa un embarcadero. En el se vislumbra un barco que destaca al contraste con el tono oscuro y ennegrecido de los mercantes. Su color es de un blanco inmaculado. El padre, deja las maletas en el suelo y alzando su brazo, cual marino conquistador subido en la torre vigía de una carabela, señala como si hubiera descubierto tierra y dice:

-¿Lo veis?… ¿Lo veis?… ¡Allí esta! ¡Allí está el gigante! ¡Os lo dije! ¡Es un gigante de acero pintado de blanco!

A bastantes metros de distancia, una mole imponente, un colosal buque, se puede ver amarrado en otra zona del puerto. Entonces, volviendo el padre a coger las maletas, indica a su prole que deben seguir a las personas que van por delante caminando con sus valijas y que orientan sus pasos hacia donde está atracado el navío de color blanco.

La luz del día se va apagando por culpa de un cielo grisáceo y que, hacia el horizonte, se ve casi de un negro cerrado lo que indica que no solo el tiempo está cambiando, sino que lo está haciendo precipitadamente. La temperatura se nota que ha bajando en unos cuantos grados, pues se percibe un frío húmedo y las mismas nubes negras que parecen lejanas se van acercando como empujadas a toda prisa, trayendo con ellas una corriente de aire que va en aumento, que comienza a soplar, poco a poco, con más fuerza haciendo más dificultoso el paso. Ante las esporádicas ráfagas de viento, a todos se les está haciendo más complicado mantener el equilibrio con el equipaje a cuestas por el camino que, forzosamente, tienen que recorrer si quieren llegar al fondeadero donde está asegurado el barco. El aire que les está bamboleando, entorpeciendo su paso, además, trae un olor persistente a herrumbre, a sal y a pescado en descomposición, como una emanación penetrante que está violentando el olfato de todos los andantes, produciendo en algunos de ellos asco e incluso nauseas. Pero al fin, llegan al pié del navío en donde hay una vasta pasarela colocada a babor y junto a ella, varias personas hacen espera para enseñar a un oficial sus tarjetas de embarque; aunque éste, debido al amenazante mal tiempo, parece meter prisa a todos después de comprobar los pases para autorizar su subida a bordo.

Sin embargo, toda la familia de Chena, antes de ponerse a la cola para subir, se detiene frente al barco, se quedan todos como paralizados, mirando impresionados; frente a ellos, ante sus ojos, tal como lo ha nombrado el padre, se alza un gigante de acero pintado de blanco; flota como una pluma, como si su peso fuera ligero y ellos a su lado se ven como simples enanos. No hay duda, es una obra maestra de la construcción naval, un grandioso e imponente transatlántico de acero de una longitud enorme que solo cabe pensar que dentro de esa nave nada puede suceder al atravesar los océanos, pues su aspecto es el de una máquina hecha para dominar sobre las aguas del mar. Pero esa visión es interrumpida por las primeras gotas de una lluvia suave y fría que empieza a caer y entonces los dos hombres del clan meten prisa a toda la familia para subir a bordo.

Al tiempo que están esperando en la cola con sus pasajes en mano para embarcar tratando de que estos no se mojen con la lluvia que por momentos aumenta, Chena mira hacia la cubierta y, justo en ese momento, su semblante se turba ante una visión, su corazón comienza a latir con más fuerza mientras sus ojos parecen querer salir de sus órbitas. El hombre de negro, el caballero oscuro, el mismo que contempló y escrutó al bajarse del tren horas antes en la estación, ahora atina a divisarle al final de la rampa entrando en el barco. Se frota los ojos creyendo equivocarse y al hacerlo, lo pierde de su vista. Solo ha percibido, por un instante, a una persona de espaldas que caminaba balanceándose, pero su figura era exacta al del hombre de los ojos hostiles, las ropas lúgubres parecían las mismas y la siniestra sensación que ha sentido al creer verlo le anuncia un aterrador presentimiento. En ese momento, escucha la voz de su madre llamándola, que la insta a que se agarre con fuerza a la mano de su hermana para acceder y subir la pendiente de la pasarela, también las alienta a que no tengan miedo a la altura de la misma y recuerda a Chena, muy seriamente, que sujete con fuerza la caja.

-No miréis hacia abajo. Si no miráis, no tendréis vértigo.

Las niñas gimoteando, dicen que están asustadas, que hay mucha altura, aún así, emprenden la larga subida con pisadas temblorosas y, sin querer mirar a su costado derecho, fijan la vista en sus zapatos. La caja que sujeta la pequeña no parece estar muy segura por la poca habilidad de la chiquilla para avanzar por el repecho que les queda hasta llegar a la cubierta. Pero, pese a que van las dos hermanas juntas balanceándose de un lado a otro gimiendo con gritillos de alarma, la niña, con su mano izquierda introducida por el asa oprime la caja contra su cuerpo, mientras que aprieta con la derecha, hasta casi hacerse daño, la mano de su hermana que, a la vez, se sujeta con su diestra a la cuerda de la pasarela con igual fuerza. Ambas, no paran de emitir quejas de miedo; aún así, llegan al final de la rampa y entran en la cubierta como si hubieran realizado una proeza digna de ser aplaudida. Arriba, además de estar esperándolas sus tíos y primos hay mucha más gente alrededor; también está un joven con un uniforme blanco y una amplia sonrisa que, de forma inmediata y educada, pide los billetes de pasajes a todos los que acuden a demandar información sobre los camarotes. El padre y tío de la niña, rápidamente, los entregan en la mano del oficial de igual forma que varias de las personas que se encuentran junto a ellos. Después de examinarlos, el marino, formando varios grupos, indica a tres de ellos que le sigan para enseñarles sus respectivas dependencias, al resto les comunica que esperen que enseguida llegaran otros compañeros para que les atiendan.

Van caminando en procesión todos detrás del joven uniformado de blanco, haciendo un recorrido al aire libre por la cubierta de paseo. El oficial se detiene bajo una escalera y les informa que da acceso al Puente C; debajo se halla una puerta estanca abierta, se introducen por la entrada que da a unos pasadizos que se bifurcan en dos direcciones; lo hacen agachándose los más altos por simple prudencia, puesto que al principio impresiona entrar en el lugar por su apariencia de estrechez y baja altura, aunque en realidad, una vez que se ocupan, se nota que son mas espaciosos. El modelo del pasillo que van recorriendo es recto y tiene una anchura y altura igual en todos los puntos. El suelo que están pisando es de linóleo y parece imposible que alguien se pueda resbalar con ese material y al igual que las paredes, todo es de color blanco, blanco como la leche. A ambos lados del pasillo, mientras caminan, se van viendo una sucesión de puertas que, según van atravesando, el joven oficial los denomina como alojamientos con cabinas para la clase turista, añadiendo a modo de información, que allí también se encuentran parte de algunas de las cabinas para la tripulación.

-Lo que significa que les veré muy a menudo cruzándonos por este pasillo –comenta con aire risueño el joven tripulante, puesto que mi cabina esta en frente de la de Uds.; aunque Uds. tienen suerte, no todos nuestros alojamientos cuentan con ojo de buey, las suyas, como podrán comprobar ahora mismo, ¡sí lo tienen!

Abriendo una a una las puertas de entrada de varios de los compartimientos numerados, los expone con rapidez a la vista de los pasajeros, que van entrando a sus respectivos camarotes y despachadamente les deja, no sin antes decirles que las llaves para cerrar los camarotes están en el interior de sus habitaciones, junto a la salida, colgando de un alcayata enmarcada y, con suma agilidad, desapareciendo por donde habían entrado, les desea a todos ellos que tengan una buena estancia a bordo de tan extraordinario transatlántico.

El camarote que acaban de tomar como por asalto la familia de la niña, morada para los viajeros, lugar donde convivir y dormir durante el transcurso de una travesía, es de los establecidos para la clase turista, cuyos billetes de embarque resultan más baratos. Aún así, han tenido suerte, la cabina es amplia, su apariencia es la de una habitación de hotel, salvo por las paredes que parecen paneles de un material similar a la madera que se han asegurado al techo y al suelo por medio de carriles de refuerzo, todo ese espacio también está pintado de un blanco nítido. La estancia tiene la forma de un rectángulo, con una buena iluminación natural gracias al ojo de buey que se encuentra situado en medio de las dos literas dobles pegadas a la pared y fijas al suelo. Al lado de una de las literas y en línea recta a ella hay un canapé, algo más grande de lo normal y que parece usarse como cama. Frente al ojo de buey, hay un mediano tocador a modo de aparador pequeño, compuesto por cuatro cajones y un espejo que parece estar asegurado y sujeto sobre la encimera. Junto a la puerta, se ven unos colgadores asegurados en la pared y en donde está colgada la llave del camarote. Realmente, es una estancia limitada, con poco mobiliario, pero suficiente para los cinco componentes de la familia.

-Bueno, visto el habitáculo, propongo a estos intrépidos niños ir a conocer las tripas del gigante.

Dice el padre con tono activo y, sin perder tiempo, los chiquillos gritan, saltan y aplauden con tremenda alegría y responden a la presente propuesta: ¡Si yo quiero ir!… ¡Y yo también!..¡Si vamos!

-Tal vez, con nuestra primera incursión por el laberinto de pasillos podamos localizar los servicios. Recuerdo que en el barco en el que llegue a Chile en todas las plantas, cerca de las habitaciones, así como al lado de los salones, había una zona destinada a los baños, que estaban separados por sexo. A lo mejor es buena idea ir a ver donde se encuentran, para cuando necesitemos usarlos. Así pues, ¡pongámonos en marcha, valerosos y esforzados compañeros de viaje, partamos cuanto antes y seguidme, bravos navegantes, en busca de nuestro objetivo, en pos, quizás, de una trepidante aventura!.

De esta manera, abriendo el padre la puerta y sin más preámbulo, desaparecen los cuatro tras ella. No hace falta explicación, la madre ha entendido y supuesto, desde el primer momento, lo que el padre ha pretendido conseguir alejando a los niños durante un rato del lugar. Ahora la mujer podrá emplear su ausencia para acomodar parte del equipaje, metiendo algunas prendas en los cajones de la cómoda y sacando para su uso las pertenencias de aseo personales con total tranquilidad.

Los supone, esbozando una sonrisa la madre al imaginarse a sus hijos, caminando con alborotados pasos por los pasadizos del buque capitaneados por su padre, mientras comienza a realizar la tarea de abrir las maletas colocadas sobre una cama. Pese a encontrarse embarcada aun tiene en mente lo sucedido en la sala de atención de pasajeros. Su corazón y su cuerpo no terminan de reponerse del miedo y nerviosismo que ha sentido cuando los inspectores se los han llevado al cuartucho que más bien parecía un departamento para guarda y almacenar trastos de oficina pese a que los dos hombres quisieran dar la imagen de otra cosa.

Cuánta razón tenían las palabras de su marido el día que le explicó y planearon juntos la estrategia para poder pasar por la aduana la caja de latón sin ningún problema. El discurso de los agentes del puerto, a decir verdad, en un principio ha conseguido su efecto sobre ella metiéndola el desasosiego por todo su cuerpo. Desde que partieron de Santiago ha estado, en todo momento del itinerario recorrido hasta el puerto, tratando de contener sus nervios, callada, asumiendo su papel queriendo dar la apariencia de mujer inculta subyugada a las órdenes del marido, tal como algunos hombres siguen pensando que deben ser y coexistir junto a ellos todas las mujeres. Toda su preocupación se ha centrado en hacer su papel con veracidad, lo más creíble posible, pese a que sus piernas durante todo el trayecto no le han parado de temblar. Pero sentía a su marido a su lado, animándola con la mirada y eso ha bastado para transmitirla algo de seguridad tan solo por su temple y saber estar.

Al momento, sin saber muy bien porqué, sentada en una de las literas se retrotrae a su infancia recordando que de pequeña aprendió a leer las primeras letras con su abuela en unos libros que tenían encuadernaciones de cuero y tela y que siempre había visto que se guardaban en un bargueño de su casa en Torresandino; heredados, según le contaron, de sus antepasados y que las hordas del General dictador, de forma incomprensible, tildaron de excesivos por ciertos dibujos de cuerpos desnudos. Recuerda que su madre le contó que prácticamente todos los libros fueron requisados y que fue detenida junto con la abuela. Cuando las pusieron en libertad, después de rapar sus cabezas por tener “ideas de comunistas”, la abuela, como una loca, proclamaba por todo el pueblo mirando a sus convecinos, que los fascistas le habían robado toda su riqueza, ¡sus libros!, el legado que durante años había formado a su persona. Ella, su abuela, una mujer que solía decir constantemente antes de hablar ¡templa, mujer templa!… Templanza, palabra que aprendió de ella, recuerda que la definía como una virtud cardinal, que según decía su abuela solo sigue los preceptos de la razón, que vela por buscar siempre el punto medio para hacer posible una forma de vivir mucho más equilibrada e inteligente y lejos de la mediocridad. Sí, así la exponía siempre que tenía la ocasión y eso solía ser muy a menudo pero seguro que aquel día no la tuvo.

Pero… ¿Qué mal harían dibujos de desnudos en aquellos libros?…a no ser que se quieran mal interpretarlos o, simplemente, tenía razón su abuela – ¡solo quieren limitar nuestro pensamiento!-, aun le parece escuchar su voz profiriendo uno de sus discursos: …¡ No te engañes mi niña!, estos hombres tan solo son falsarios codiciosos que saben a lo que induce en las personas el miedo a morir, nos harán doblar las rodillas en nombre de Dios, un Dios que ni ellos respetan, porque dime si matar no es más que incumplir un mandamiento de la santa madre iglesia. Querrán moldear nuestros pensamientos, no te quepa duda, cometerán abusos para ello y someterán con mezquindades a todos los pueblos de España, al país entero diciendo que es por su bien, pero no son más que ególatras y egoístas sedientos de poder… ¡Asesinos y ladrones!… ¡Que no ves niña que solo buscan, a punta de pistola, hacerse con nuestras tierras y posesiones! Con multas nos roban nuestras propiedades y encarcelándonos nos quitan el habla y la libertad, pero la dignidad no es un traje y no nos la pueden hurtar. Nací con dignidad, al igual que todos los seres humanos de esta tierra, me despojarán de heredades y a lo mejor no volveré a tener ningún peculio, pero mi dignidad seguirá intacta en mi persona. Mi niña valórate y por tu hechura nunca te arrodilles ante ladrones…

Al igual que los hombres que se presentaron ante ellos hace un rato, parecían dignos vigilantes del exacto cumplimiento de las leyes tributarias y fiscales estatales, garantistas que han de atrapar a los defraudadores al fisco. ¿Cómo calificar entonces, adecuadamente, lo que ha sucedido en ese cuarto con los inspectores de tan endeble integridad?…

Al final, su principal y prioritaria preocupación era cobrarnos lo que vulgarmente se llama “la mordida”. Todo, en realidad, ha sido una gran obra teatral donde los protagonistas principales han pasado a secundarios. Al constatar, después de registrar mis prendas, que el único dinero que sacábamos del país era el que yo llevaba escondido en mi ropa, descubierto el cebo, pasaron a mencionar, no sin antes porfiar un rato, con palabras amenazadoras sobre retenernos para impedir nuestra salida a España. Pero ellos, al igual que mi marido sabían que no podían hacer eso, lo único que podían hacer era rellenar papeles y tomarnos una declaración firmada del dinero requisado cuyo montante, para más inri, no se castiga con la pena de delito de cárcel. Estábamos sacando lo justo para imponernos una multa, papeleo burocrático que esos dos no pensaban realizar. El dinero lo dimos por perdido desde el primer día que planificamos y sopesamos que podía ocurrir esto, pero conseguimos nuestro propósito de pasar la caja, que era nuestra auténtica intención y lo que en verdad nos importaba. Sabíamos, casi con total certeza, que la caja en manos de nuestra niña estaría segura, su tremendo apego a las cosas que le gustan y su obediencia, pese a ser traviesa, aseguraban el éxito de la misión. De momento, no había nada que temer, la caja ya estaba a salvo y camino de España.

El recuerdo de su abuela ha despertado en la mujer la nostalgia y el rescate en su memoria de algunas vivencias de su niñez en la tierra que la vio nacer y de la que un día hubo de salir tras los pasos de sus progenitores y con sus pequeños hermanos. Todo su clan, más otros familiares indirectos, acompañados también de sus hijos, empezaron a irse del pueblo al termino de la guerra civil española. Ella era pequeña, pero recuerda algunos sucesos acaecidos en el pueblo cuando llegaron las tropas del dictador y fue capaz de sentir el mismo miedo que provocó que puertas y ventanas se cerraran ante las injusticias y el horror. Ella y su familia, tras la guerra civil, tuvieron la fortuna de seguir viviendo pese a la rivalidad y a la malevolencia de esas actitudes cretinas, de paisanos que nada ganan por difamar y humillar pero que aun así hablan; bueno, quizás sí, pues algunos juzgan que es mejor recibir golpes de espalda de favoritismo y si cae algún pequeño botín, mejor. Aunque el miedo induce… ¡cuánta razón había en las palabras de su abuela! En realidad, tuvieron que emigrar, principalmente, porque huían de la miseria, de la pobreza; partían de sus raíces, antes que nada, por culpa de la necesidad y el hambre. Se fueron al norte de España, a la provincia de Vizcaya y de allí, pocos años más tarde, porque aun seguían pasando penurias y continuaban vadeando el hambre, todos, gradualmente emigraron a Chile.