CAPITULO 2º

2 días antes de embarcar. 1968.

Al despuntar la mañana los primeros rayos de sol comienzan a propagar su luz y lentamente, una suave claridad, traspasa el cristal de una ventana alumbrando la habitación en la que reposa Chena. La pequeña dormita plácidamente compartiendo cuarto con su hermana de ocho años. La diferencia de tiempo entre las hermanas al venir al mundo es de algo menos de año y medio y, pese a esa corta separación de edad, las dos niñas son muy distintas. Mientras Chena vive todavía en un mundo de cuentos de princesas, su hermana mayor se muestra ante todos los adultos mucho más responsable e inteligente, capaz de dominar sus ímpetus infantiles, algo que a su hermana chica le resulta imposible de contener. Aun así, las dos chiquillas se llevan bien, salvo cuando la hermana mayor quiere mandar sobre la pequeña que, siendo esta exageradamente sensible a que la reprendan por sus travesuras, no aguanta que su hermana la riña y mucho menos, que la dirija reivindicando que la debe obediencia por ser la mayor. Porque la pequeña cree que posee la misma autoridad, en similar condición, para regañar a su hermana; al igual que piensa que sólo ella tiene el poder para decidir sobre su persona y para hacer invariablemente lo que a ella le plazca.

Duermen las dos niñas en literas separadas tan solo por una mesilla intermedia. Hoy ninguna de las dos hermanas necesita madrugar; ya no tienen que acudir al colegio, pero aun así, Chena se despierta de un sobresalto al notar que la luz del día comienza a invadir la habitación. Al despabilar, la pequeña se levanta apresurada, como preocupada; aun medio adormilada, en su desorientación, ella recuerda hasta donde llega su memoria que siempre, todos los días, se levanta muy temprano, salvo los días festivos pero hoy, ni es fiesta, ni su madre ha entrado en la habitación para despertarlas y entonces es cuando advierte que si no ha venido a apremiarlas para que se levanten es porque ya no tienen que acudir al colegio. Rápidamente, la niña repara que esto será momentáneo, mientras dure el viaje, porque a la vuelta de visitar España retomará de nuevo las clases, otra vez madrugará y entonces tendrá que asimilar todo lo que no ha aprendido en el tiempo que faltó a la escuela. Vuelve entonces la chiquilla a introducirse en la cama, acurrucándose entre las mantas pero se reincorpora de repente, quedándose sentada en el lecho con los ojos tan abiertos como su boca, y como si se hubiera acordado de algo, bajando de la litera de un salto, comienza a vestirse apresuradamente, con torpeza, a la vez que arranca a llamar ruidosamente con gritos a su madre. Ya vestida, pero aun descalza, sale la cría de su habitación con los zapatos en sus manos y sin dar ni una sola respuesta a las preguntas que su hermana le vocea.

Minutos antes, una vez despierta la hermana mayor, sobresaltada por los ruidos y gritos que la niña hacía, contemplaba con cara de extrañeza cómo se vestía su hermana de prisa y corriendo; mientras la increpaba para saber qué la ocurría, sin que pudiera entender por qué actuaba así. Para la hermana mayor, casi todo lo que hace Chena es de niña tonta, ridícula o de una cría que no se entera de nada, que va como atolondrada a todas partes y, por ese motivo, es por el que ella define siempre a Chena como una niña que no piensa, que es una cabeza de chorlito; excepto cuando siente que le roba el protagonismo y los cuidados de los adultos, porque entonces ve a su pequeña hermana como una listilla teatrera, como una niña egoísta que solo le gusta acaparar la atención llamando, con sus majaderías, el interés de todas aquellas personas que las rodean.

Más el motivo por el que Chena lleva tan alocadas velocidades es porque recordó haber oído el día anterior que hoy su madre acudiría al mercado, y ese lugar le resulta tremendamente atractivo además de suculento, puesto que en ese sitio venden una comida que le vuelve loca y que es en donde siempre la ha consumido. La madre y su abuela tienen por costumbre ir a comprar a una feria de puestos y quioscos ambulantes que visitan una vez por semana. Chena, siempre que puede acudir, allí esta ella dispuesta, para acompañar a quien quiera llevarla. En algunas ocasiones, se ha dado la circunstancia de que ha ido a comprar con sus tías. Cuando ha sido así, pasear por el mercado es mucho más divertido para ella, porque sus tías nunca la sermonean y siempre acaban obsequiándola con alguna risueña compra. La niña, que para madrugar es algo perezosa, hoy no ha tenido ningún reparo para estar vestida y preparada a primera hora; aunque todavía no se ha colocado los zapatos, espera con impaciencia que su madre la lleve con ella. Sin embargo, su madre, al verla, le dice que sólo tiene intención de comprar en la feria unas hierbas y que luego tiene que buscar una pastelería que le han recomendado, por lo que si la acompaña tendrá que andar mucho.

Toda la familia está excitada preparando una fiesta de despedida y, con tanto preparativo, las mujeres de la casa no tienen tiempo para amasar harina con manteca y azúcar para hacer chilenitos ni para hornear pasteles. Habitualmente, se celebran fiestas cuando se reúne toda la familia, entonces sí se suelen hacer ricos queques con fruta escarchada, sopaipilla con chancaca, calzones rotos o tortas de panqueques con manjar que son toda una delicia para los concurrentes a las celebraciones familiares. Pero para esta ocasión, todos han considerado como detalle principal y especial terminar la cena con un excelente postre para agasajar a todos sus convidados, entre los que estarán numerosos amigos, además de familiares. Es por ello, que luego del mercado, su madre ha de ir a encargar unos pasteles a una de las mejores tiendas de repostería de la ciudad. Pero la chiquilla es muy cabezota y le encanta ir a comprar, así que no hay vuelta atrás, por mucho que su madre le diga e insista, ella está dispuesta, si es preciso, a caminar. Por fin, después de mucho hablar y de aceptar que la niña no va a cejar en su empeño, una vez que la pequeña se coloca sus zapatos, madre e hija se ponen en marcha.

Descienden la mujer y su pequeña del trolebús que las deja cerca del mercado. Avanzan hacia la zona donde se ubican los quioscos y, al instante, perciben los aromas que despiden los distintos productos que, incluso desde la distancia en la que se encuentran, se pueden divisar por el tamaño y la extraordinaria vistosidad de su colorido. Según van acercándose, ellas valoran mejor lo que ven; deteniéndose en los puestos inspeccionan con sus manos el género y las mercancías. La niña disfruta imitando los gestos que ve en las personas adultas; con ello se siente inteligente e importante, por lo que no para quieta enredando entre los distintos estantes mientras copia todo acto que le parece interesante de imitar. Los puestos en los que acostumbran a parar su madre y abuela, son los que a la pequeña especialmente le resultan tremendamente llamativos; son los colmados de deliciosas frutas con intensos colores y penetrantes emanaciones a fragancias dulzonas. También suele mirar la madre, con buen ojo, las legumbres cuyas formas y tamaño son variopintas, al igual que mira las verduras cuyas hojas tienen, todas ellas, una gama de múltiples matices. En seguida, con aire de poco interés, su madre suele preguntar el precio a los vendedores, con los que siempre intenta regatear el coste del producto elegido, a lo que Chena pone mucha atención mientras suelta alguna que otra risilla porque su madre, antes de comenzar el tira y afloja con el comerciante, siempre le guiña un ojo.

A la vez, mezclándose entre los mercaderes que venden todo tipo de comestibles, hay tenderetes que exponen ropa colgada en perchas; algunos ponen las prendas tiradas en un tablero que posan sobre unos caballetes, otros, como hacen la mayoría, sencillamente las dejan en el suelo encima de una tela. Principalmente venden ponchos y jerséis hechos de lana; al verlos, aparece en la mente de la niña el recuerdo de la última prenda que le compraron sus tías en este lugar, que solo se la puede colocar encima de una camiseta gorda, muy gorda, porque si no lo hace así, cuando se pone la chaquetilla al contacto con su piel le salen picazones por todas partes y se pasa todo el día rabiando por quitársela de encima sin que nadie le haga caso. En el mercado también hay un puesto de alfombras hechas con piel de alpaca y en ellas, siempre, se representan escenas con dibujos de estos mismos animales; la pequeña, al verlos, estalla de risa mientras advierte a su madre – sabes mamá, hay que tener mucho cuidado con estos bichos, porque cuando los vas a acariciar te escupen. Igual le ocurrió el otro día a un señor cuando estábamos de paseo por el zoológico-. Entre risas agitadas la niña comienza a contar a su madre que ese día, estando en el zoo, vio cómo se aproximaba un hombre para tocar uno de esos animales y que, al momento, de improviso, el animal le lanzó un escupitajo de saliva gorda y espesa en medio de los ojos. Su padre, sus primos y ella misma que se encontraban todos mirando la escena, no pudieron contener las carcajadas que les provocó ver al pobre señor enfadado y limpiándose la cara con un pañuelo.

Pero, lo que más le gusta del mercado a la niña, es cuando le compran un vasito de mote con huesillos para beber y una humita caliente envuelta en la parra de maíz. Nunca falla, sea su madre, la abuela o una de sus tías, siempre acaban preguntándola si quiere algo, y ella pronuncia con mucha dulzura, poniendo carita de no haber roto nunca un plato, su infalible e idéntica respuesta “Tengo hambre” y, así, de esta manera, acaba pidiendo su comida preferida. El día que la probó por primera vez, fue también, su primera visita a la feria y cuando la saborea, le viene a la cabeza lo especial que para ella es ese lugar. Además, siempre ha oído decir a su familia, desde muy chica, que teniendo la guatita llena tendrá el corazón contento. Sin embargo, a pesar de su felicidad, hay en este lugar algo que precisamente hoy no le gusta: el gentío. A la feria, desde muy temprano, han acudido demasiadas personas. El recinto esta atestado de hombres y mujeres que van de un lado para otro y eso, a la niña, la está poniendo muy nerviosa. Cuando caminan por el contorno de los quioscos no le agrada, en absoluto, que se llenen los puestos de gente porque desde su altura, con su tamaño tan pequeño, no puede ver nada. Todas esas personas, que están mirando y adquiriendo productos, se mueven y se lanzan, empujándola, sin tener en cuenta que a veces la aplastan echándose encima de ella. Además, desde que la intentaron robar desconfía de la gente que se le aproxima demasiado y tiene recelo, porque ha asumido que está prohibido, terminantemente, que una niña hable con extraños; pero en los puestos las personas se meten entre su madre y ella, separándolas por momentos, activando así en su persona una sensación de riesgo, provocando en ella algo que nuca había sentido: angustia y un peregrino miedo.

Llevan un rato paradas las dos ante un puesto de especias aromáticas y aunque la niña no se aparta de su madre, ésta, a la vez que mira el género, por el rabillo del ojo no pierde de vista a su pequeña. La cría se encuentra a su lado, obediente permanece quieta, pero minutos después se queda atontada a la vez que fascinada, observando a una anciana cuyo aspecto es algo estrambótico: su rostro se ve ajado de soles y vientos, su pelo canoso lo lleva atado en dos trenzas, los labios demasiado pintados de rojo, su cuerpo lo cubre con un pequeño poncho, debajo de él asoman unas abultadas faldas de colores chillones y se adorna con collares así como le cuelgan por toda su figura unos abalorios muy estrafalarios. La mujer también vende especias aromáticas, tiene una pequeña carretilla repleta de plantas e insectos, entre otros bichos secos. Arrastra su carreta deambulando por la feria ofreciendo su mercancía a las personas que van por los distintos puestos. Al ver a Chena para en seco junto a ella, sonriéndola, con voz tenue y temblorosa le predica unas palabras, la chiquilla no entiende muy bien lo que le platica y, en ese intervalo, se levanta un remolino de viento y la anciana le revela lo que eso significa; la madre, que en ese momento se encuentra regateando, no se percata de lo que está sucediendo; mientras tanto, la niña pone más atención a lo que la vieja mujer le dice – Y Mijita no lo olvide, recuerde lo que le he dicho; usted acarreará la caja y más tarde tendrá que mostrarla, pero no tenga miedo, será porque llego el tiempo de abrirla, el tiempo de enseñar, a todos los que quieran mirar, el secreto que oculta la caja… Recuerde mina… solo usted, nadie más que usted, custodiara su tesoro. En ese mismo instante, la madre ve que una vieja de aspecto raro esta diciéndole algo a su hija, coge a Chena tirando de su mano, prestas para marchar raudas de allí y, con cierto enfado mientras se alejan, zarandeándola la va reprendiendo porque ya la han advertido muchas, muchas veces, que no hable ni haga caso de extraños.

-Sabes que no debes de hablar con desconocidos. La última vez pasó algo parecido, por culpa de tu falta de prudencia casi te llevan a la fuerza dos hombres con fachas de indigentes.

La niña, cabizbaja ante la reprimenda, casi se pone a llorar, no entiende que la corrija a ella puesto que ha sido la anciana la que ha ido a hablarla. Aun así, Chena de ningún modo olvida que intentaron robarla, siempre lo tiene presente; aunque su madre no lo sabe, desde entonces ella conoce lo que es sentir desasosiego e intenta en todo momento poner cuidado de no hablar con ningún extraño. Recuerda muy bien a los dos individuos bajitos y de caras morenas, los inmortaliza cuando piensa en ello, los ve llegar, percibe como se acercan tratando de hablar con ella. Se acuerda de que no los tuvo miedo en un principio, está muy acostumbrada a ver clientes y algunos con un físico que no es precisamente de buen ver, porque muchos hombres mal vestidos, con harapos y sucios, van a la botillería en busca de vino para tomar. En ocasiones, entran incluso con latas viejas que les ha visto coger del suelo y salen dando tumbos según van bebiendo de ellas; por eso ella, cuando vio llegar a los dos hombres, siguió jugando sin prestarles mucha atención. Saltaba cantando una canción junto a un escalón en la puerta que da acceso a su casa en el lado opuesto a la entrada del negocio y al minuto estaban los dos hombres queriendo taparla la boca, tirando con fuerza de sus manos y cuerpo. La hacían mucho daño, más ella se revolvió con bestialidad, como un animal a punto de ser capturado, se defendió soltando chillidos en cuanto pudo, mordiendo y tratando de clavar sus pequeñas uñas en las manos que se apretaban fuertemente a ella. Así, el abuelo, que escuchó sus gritos, apareció con su escopeta amenazando a gritos con pegarles un tiro. Los hombres la dejaron caer al suelo, emprendiendo a la carrera la huida. Después, solo recuerda que todo su cuerpo le dolía, apenas podía emitir palabras con su garganta mientras que, angustiosamente, lloraba y lloraba…

Ahora, madre e hija, llevan un buen rato perdidas; salieron del mercado en busca de una dirección. Les habían indicado que la pastelería se encontraba a tres cuadras de distancia, eso son trescientos metros, sin embargo, llevan transitando por distintas calles algo más de media hora sin dar con el lugar. Buscan la famosa tienda de dulces y pasteles, la mejor de Santiago de Chile, pero su madre nunca ha estado en esa parte de la ciudad. Las que suelen ir a comprar por esa zona son su tías, con las que en alguna ocasión ha ido la niña, pero ahora no recuerda las calles por la que deben ir para llegar al establecimiento.

-¡Mamá! Ya no puedo más.

-Hija, ¿tú quieres que compremos unos ricos pasteles para celebrar la despedida, verdad?

-Sí, pero hemos dado muchas vueltas por el mercado y estoy cansada y me quiero ir a casa. –lo dice poniendo mohines y aun molesta por la reprimenda.

-Te he avisado de que tenía que buscar la tienda, si estás cansada es porque tú has querido venir.

Justo al decir la madre estas palabras se dan de frente con la pastelería, en cuyo escaparate lucen pastas, dulces, tartas y pasteles como para comérselos con los ojos y matar a cualquier goloso, sólo del placer de verlos. Madre e hija, al echar una mirada a la deliciosa exposición que se divisa tras la vidriera, se miran con una enorme sonrisa en su boca. Reanimadas y confortadas por haber dado por fin con el establecimiento, entran las dos por la puerta, que al abrir, siempre hace sonar una campanita; una señora las recibe con una sonrisa y, muy amablemente, les da los buenos días. El local es todo un festín para la vista; lleno de dulce repartido por todas partes. El olor acaramelado que respiran y que propaga la propia elaboración de los mismos, se mete por los orificios de la nariz para llegar hasta el estomago haciendo que este proteste, porque al no entrar nada en él, no sacia, ni mata el hambre que le provocan los ricos aromas. Entonces, madre e hija, comienzan a moverse de un lado al otro del mostrador, como poseídas por la avaricia, miran por las vitrinas interiores del escaparate, soltando palabras de admiración a cada pastel en el que posan sus ojos. Al cabo de un rato no tienen ni idea de qué escoger entre tanta variedad de maravillas reposteras, pero lo zanjan eligiendo unas pastas recién horneadas para llevar al momento, para degustarlas en la comida, y encargan varias bandejas de unos pastelillos de exquisita confitería que son la especialidad de la casa y que se los recomienda la dependienta del establecimiento, con la total seguridad de que serán del gusto del paladar más exigente.

Ahora, caminan las dos de vuelta a casa cargadas; la madre lleva en un capazo lo comprado en el mercado y la niña porta una caja de cartón que le ha dado la tendera de la pastelería para que pueda llevar mejor las pastas; el resto de la compra lo transportará al domicilio el repartidor de la confitería. La madre mira a su hija con ternura, siente ser a veces severa con ella, pero piensa que la inocencia de su pequeña puede volver a traerle problemas y que para prevenir males mayores, será mejor enseñarla a moverse por la vida alertándola de los peligros con los que se va a encontrar. Su pequeña es bonita, con su pelo de tono parecido a la miel, con sus grandes ojos de color caoba y con su piel blanca parece una muñequita, ni siquiera ella puede ni quiere pensar en lo que buscaban hacer con su hija los dos hombres que intentaron raptarla. Tratando de romper el silencio que se ha hecho entre ambas, mira picarona la madre a su cría mientras le dice: Verás que comida más deliciosa vamos a preparar para la fiesta, y cuando saquemos los postres todos se van a chupar los dedos porque los pasteles que hemos seleccionado, entre las dos, eran los más ricos de toda la tienda. Lo dice haciendo gestos con la cara, pasándose la lengua por los labios a lo que la pequeña olvidándose de su disgusto, responde con unas vivarachas risitas.

Por fin, ya en la casa, suben las dos a la planta de arriba, la niña deja la caja de pastas encima de la mesa de la cocina y sale disparada como un relámpago, como si se la llevara el diablo. Se va quitando los zapatos mientras baja los peldaños de la escalera dejando sus pies descalzos pero su madre, viendo lo que hace, la llama asomándose por la barandilla que recorre el extenso pasillo:

-Nena! ¿Adónde vas?…pero ¡Ponte unas zapatillas hija!

-¡Luego!, ahora quiero pisar la hierba para descansar los pies.

-¡Luego no! ¡Ahora mismo!

-En cuanto termine de contar a mis muñecas lo que hemos hecho. –Contesta la niña ya metida en el jardín, marchando de espaldas, con los pies descalzos y mirando a su madre por donde asoma.

La madre da por imposible a su hija pensando que es una pequeña salvaje y que con el tiempo ya aprenderá y se hará mayor.