En una sala contigua a la enfermería del buque, toda la familia se halla haciendo antesala. Todos están sentados en unos bancos, a la espera, mostrando en sus rostros la preocupación y la impaciencia por tener noticias del estado de la niña. No se explican qué es lo que le ha podido suceder a la chiquilla; ni porqué, junto a ellos, se encuentra el hombre con figura llamativa, que minutos antes del desmayo de la pequeña, posó sus manos sobre la cabeza de ésta. Sin embargo, el hombre de triste semblante que se encuentra en el pasillo que da entrada a la sala no presta atención a las miradas, permanece en pie, apoyado sobre una esquina de la puerta y, a su lado, en la otra, se halla el sobrecargo de abordo que cuando vio a la niña sin conciencia minutos después, rápidamente, la tomó en sus brazos y la llevó a la enfermería del barco para que fuera atendida y examinada por el jefe médico.
En la sala nadie habla. Solo se escucha el expirar y exhalar de todos ellos. El sobrecargo, que parece ser un hombre con mucha serenidad, se dedica a dirigir a todo miembro de la familia que le mira, una sonrisa como para tranquilizar y el hombre de negro, con la vista perdida, parece un ser sumergido en un mar de recuerdos que surgen ante la imagen de ver reunidos a todos los miembros de la familia, sobre todo, al sentir en el rostro del padre de la niña como asoma el retrato del desasosiego. Pese a que no puede soportar estar mucho tiempo en un lugar cerrado permanece quieto por saber, como todos los que se encuentran en la sala, qué es lo que le ha pasado a la niña. Desde chico, siente un tremendo pavor a los sitios cerrados… son heridas de su infancia, peligrosos recuerdos; evocaciones del pasado que le traen a la mente tristes presencias de su familia.
Era tan solo un niño de muy corta edad… agarrado a la mano de su madre caminaba por el mercado de su pueblo, miraba distraído hacia al cielo porque a bastante poca altura, desde hacia un rato, un avión solitario volaba sobre sus cabezas, observaba como daba varias vueltas sobre las casas del pueblo y, finalmente, se pudo ver como se marchaba. Nadie sabía que aquel lunes, 26 de abril, con el pueblo a rebosar de vendedores y compradores, esa sería la maniobra que anunciaría una tormenta de bombas que reduciría su ciudad a llamas y escombros. Nadie lo esperaba; y menos él, que tan solo era un niño, pero en pocas horas, ese día se convertiría, en su vida y en las vidas de otras tantas familias, en un infierno. Un horror, que ni de adulto ha podido olvidar, ya que le quedaron para siempre grabados los sonidos largos, lúgubres, del estallido de las bombas y, luego, a sangre y fuego, se le marcarían las escenas más penosas que un niño no debería ver. Imágenes de su infancia que le acompañaran para el resto de su vida.
Siempre que recuerda ese día, aún resuenan en sus oídos los avisos de las sirenas, advertencias sonoras utilizadas en la guerra, para que la población se resguardara ante la amenaza de sufrir un bombardeo. Se había acostumbrado a ir a los refugios, bien en compañía de su padre o de su madre, junto a sus hermanos mayores, y lo hacían casi a diario cuando sonaban las alarmas, pero en todos esos avisos, nunca ocurría nada. Sin embargo, ese día no hubo avisos y nada hacía presagiar lo que estaba a punto de suceder tras el vuelo de ese avión solitario. De repente, tras desaparecer ese primer avión, a lo lejos surgieron en el cielo tres aviones arrojando bombas. La gente comenzó a gritar, decían que los bombarderos pertenecían a la aviación alemana. Al momento, un gran tumulto de personas comenzaron a correr para alcanzar los refugios más cercanos; en ese instante de pavor, recibió un tremendo golpe que le soltó de la mano de su madre separandolo y, mientras la llamaba a gritos, vio como la perdía de vista; pero alguien le cogió en volandas y le introdujo en el refugio del mercado, para tapar después la entrada con sacos. En ese agujero estuvo metido, sintiéndose solo y atemorizado, entre desconocidos que casi ni hablaban del miedo que tenían. Después de cuatro horas interminables, cuando todo apuntaba que ya no iban a caer más bombas del cielo, la gente comenzó a atreverse a salir y fueron retirando los sacos del refugio del mercado. Una vez fuera, él echó a correr desesperado, solo había escombros entre llamas, una nube de humo cubría el cielo y él, con lágrimas en los ojos, buscaba desesperadamente a su madre y a sus hermanos.
A pesar de los años que han transcurrido de aquel período de guerra que le tocó vivir en su infancia, los recuerdos que le quedaron le son imposibles de olvidar, porque aquel día, ese bombardeo, acabó con su niñez para introducirlo en un mundo de adultos lleno de dolor. Aún recuerda cada uno de los estallidos que hubiera querido evitar escuchar y luego vino el horror. ¡Tanta destrucción! sólo se escuchaban llantos, gritos. Después de salir del refugio, mientras caminaba perdido entre gente, gritando y llorando, preguntando por sus familiares, pudo distinguir, sobre un montón de escombros, la figura de su padre. Lo vio de rodillas, con alguien entre su brazos y le llamó; pero su padre al verlo, en un brusco movimiento que hizo con la mano le gritó pidiéndole que no se acercara… ¡no te acerques, no querrás ver esto hijo mío, no te acerques, por el amor de Dios, no te acerques! Pero el desobedeció, y la imagen dantesca de su madre y sus hermanos muertos entre los escombros le acompañan, siempre, como la peor de sus pesadillas. Agarrado a la mano de su padre caminaba por un sendero de ruinas y de desolación… los supervivientes tuvieron que ir durante varios días a recoger los cuerpos de los muertos; algunos estaban enteros, pero otros, solo eran pedazos, cabezas, brazos… los metían en cajas de madera y se los llevaban al cementerio. Nunca ha podido borrar de su mente, la amarga imagen del dolor que vio reflejado en el rostro de su padre cuando en esas cajas metían los cuerpos de su madre y de sus dos hermanos.
Durante los tres años que duró la guerra civil española, tanto los combatientes republicanos como los nacionales, en nombre de la patria y la libertad, estuvieron asesinando a la gente; pero el General golpista, al acabar la guerra, continuó con la matanza y recuerda que lo que quedó en Guernica, bombardeado por los aviones alemanes, fue el pánico, un miedo generalizado en la mente de los supervivientes. Desgraciadamente, la guerra estaba perdida y para gobernar España se impuso la dictadura militar. El miedo tiene un gran poder sobre las personas: a algunos los paraliza, a otros los convierte en valientes y a algunos individuos les aflora la traición y sus bajezas. Cuando el ejército del Dictador entraba en un pueblo, se instalaba en el ayuntamiento un cuerpo de información de la Guardia Civil; a él acudían los nacionalistas del pueblo para acusar a los republicanos, a los cuales se encarcelaba o fusilaba. Muchas de estas denuncias estaban motivadas por rencillas y odios entre cercanos vecinos y en otros casos se producían por la ambición, el ansia de apropiarse de las posesiones de algún señor o familia adinerada y con propiedades. Su padre, que nunca fue ni combatiente ni un activista político, fue, sin embargo, encarcelado al terminar la guerra acusado por un envidioso vecino. Una mañana, estando en el caserío de sus abuelos paternos en Castillo y Elejabeitia, lugar al que fueron a vivir después del bombardeo de Guernica, se presentaron dos guardias civiles con un documento de acusación contra su padre por ser persona sospechosa de “adhesión a la rebelión”, porque durante la República había estado afiliado a un sindicato. El sentimiento, mezcla de miedo y dolor, que tuvo en el momento de ser apresado su padre le causo un tremendo daño emocional al sentir que se quedaba solo.
La guerra le quitó a su madre y a sus hermanos y ahora la dictadura volvía a golpearle dejándole solo sin la figura de su padre. Durante los ocho años que su padre estuvo en el penal cinco de ellos lo tuvieron condenado a muerte, sin apenas permisos para recibir visitas. Cuando fue puesto en libertad, su padre no volvió a ser nunca más la persona alegre y vital que él conoció en su infancia. En las noches de embriaguez paternales solía relatar a todo el que quisiera escuchar su penosa estancia en la celda que compartía con otros condenados…«cada día, a horas tempranas, oíamos como el cerrojo de la puerta se descorría, entraban los guardias y decían tres nombres, lo cual significaba, para todos, que eran los próximos a ser ejecutados. Así cinco largos y penosos años hasta que el número de condenados se redujo tanto, que sólo quedábamos dos más en la celda y yo. La siguiente vez que oímos descorrer el cerrojo, sólo me nombraron a mí. Me llevaron por un camino hacia otra celda y me dijeron: “Te ha llegado el indulto” y, de pronto, las caras de todos los hombres con los que había compartido esos cinco años, las conversaciones que mantuvimos, los momentos de desesperación, de llanto, de consuelo, se echaron sobre mí como si fuera culpable de mi suerte.»
¡Pobre padre! Aquel día del indulto le conmutaron la pena por tres años de cárcel y al termino de su condena fue liberado por buena conducta. Aunque nada fue a mejor después de la Guerra Civil porque los años de la posguerra, para la mayor parte de los españoles fueron, sencillamente, los años del hambre, dado que la profundidad y duración de la depresión que sufrimos en España solo trajo un periodo de miseria y atraso para los mismos de siempre. Fueron años difíciles, pues había una gran escasez de alimentos y de los productos más necesarios. Las colas del racionamiento se hacían interminables en todas las ciudades, incluso él recuerda como hacían cola para tomar un plato de agua caliente ante el convento de las monjas Clarisas. Había tanta necesidad por cubrir, que la falta de libertad era lo de menos; sí, era menor que la falta de agua, que la falta de carbón, que la falta de electricidad en las pequeñas empresas por los cortes del suministro de energía, que la falta de salarios dignos que llegaron a ser míseros y, con ello llegó el estraperlo, que se convirtió para muchos de nosotros en la única salida para conseguir un poco de dinero. Sí, nada fue a mejor en la posguerra y, para él, ese tiempo vivido solo le retrocede a años de condiciones de vida miserables, hambre, frío, enfermedades y penalidades.
La otra cara de la moneda fue el restablecimiento de los privilegios de la iglesia protegida por el Régimen, recortando con ello las libertades de las mujeres, que tanto habían avanzado en la república. Lo cierto, es que los primeros años fueron de una gran represión, especialmente dura, que se ejerció sobre todo vecino sospechoso de tener ideas comunistas o de ser un defensor de la república. Nada se le escapo al Régimen de la dictadura para tener controlada, doblegada y asustada a la población; por eso, principalmente, la Enseñanza, la Administración Pública y las grandes empresas privadas, fueron “depuradas” de personas sospechosas de haber sido republicanos o simpatizantes a los partidos y sindicatos obreros. Fueron unos años muy difíciles…
Un soleado día de un mes de junio, una pareja de la Guardia Civil se presentó en el caserío preguntando por algún familiar cercano a mi padre, para informar de su trágica muerte: había sido arrollado por el tren después de una larga noche de borrachera. Tras su entierro, resolví que nada me ataba a España y decidí buscar nuevos horizontes, lejos de una tierra que solo me había proporcionado sufrimientos. Ahorré lo suficiente para tomar uno de esos barcos de la emigración que hacían escala en los puertos españoles para seguir rumbo a la Argentina. Y un día, subí a un reluciente buque, un inmenso barco con el casco pintado a medias en gris claro y blanco. Lo hice en uno de los muelles del puerto de Bilbao. Partí de España sin mirar hacia tras, era joven, sano y fuerte… tenía toda la vida por delante pensando en que jamás volvería.
En ese instante, en el que el hombre de la siniestra figura permanece sumido en sus recuerdos, el padre de la niña repara en él. Le observa por un rato y por un momento siente que conoce a ese hombre, más como no tiene idea de por qué se acercó a su hija estando en el comedor, ni el motivo que le trae a estar en la sala de enfermería, levantándose del su asiento comienza a caminar hacia él. El hombre de negro, saliendo de sus recuerdos, repara en la intención del padre y decide acercarse para, por fin, decirle quién es. Según se van aproximando, una sonrisa se dibuja en el rostro del padre que parece haberle reconocido y con una exclamación, le nombra por su mote – ¡Guerniques! ¡Por el amor de Dios! ¿Cómo no me ha dicho que era usted?- Ambos hombres, en medio de la sala, se funden en un intenso y fuerte abrazo. Al mirarse, el padre advierte que su amigo está llorando. -¡Pero hombre que no es para tanto!. Acaso… ¿tanto le alegra volverme a ver?… –No lo sabe usted bien amigo mío, no lo sabe.